Antes del paso de cebra cercano a la estación de Bellas Artes, en Santiago de Chile, me consigo a una joven merideña, que además de ser de la ciudad donde nací, es una mujer bella, pero tan bella, que quedo paralizado observándola desde la acera. Sin poder evitarlo, como la conozco, la saludo a todo pulmón mencionando su nombre. Ella se queda paralizada y antes de ser arrollada por un autobús que avanza a toda velocidad, la jalo del brazo y la llevo hasta donde yo me hallo.
Difícilmente un encuentro puede ser tan azaroso. Ambos nos emocionamos al vernos, hablamos de esto y lo otro, nos ponemos al día en lo que respecta a nuestras vicisitudes de origen, convenimos en tomar un café, luego una hamburguesa, un par litros de Heineken cada uno y hacemos que la noche de Santiago deje de ser fría para transformarse en alegre y festiva.
¿Es ese encuentro con alguien anhelado algo casual u obedece a una cosa que va más allá de la simplicidad? ¿Es la atribución de una connotación más allá de lo común y corriente un acto de simplicidad? Son el par de preguntas que dan vueltas en mi cabeza a la par de sentirme como un león en el mejor de sus territorios. Aislado, fluctuantemente apesadumbrado y extremadamente exigido, la posibilidad de encontrarnos con alguien que es parte de nuestro mundo interior es motivo suficiente para darle entendimiento a tantas cosas que, por ocurrir una seguida de la otra, en ocasiones pierden su capacidad de asombrarnos.
Eso me lleva a otra reflexión y es la funesta experiencia de perder esa cosa tan rara y que nos hace casi levitar que es la posibilidad de seguirnos sorprendiendo en el sentido más hermoso de la palabra, conforme vamos transitando por la vida. ¿Con qué me quedo de esta hermosa “casualidad”, a manera de ramalazo metafórico? Con la certeza de que ella forma parte de mi mundo o yo el de ella, al punto de que no puedo dejar de pensar que Ella es mi gente. Aquí, en Pekín, en Vancouver o donde nos hallemos, somos parte de una especie de selecta tribu, de sensibilidades afines y con una tragedia a cuestas que nos une y nos hace cómplices de un proyecto compartido que tiene que ver con la supervivencia, la resistencia y la más granada fortaleza de espíritu. Ni más ni menos.
Ensimismado en mis planes y tratando de resolver lo concreto, la más bella de todas las musas ha pasado por delante de mis ojos. Debo apresurarme en no cometer errores y decidir si sigo creyendo en que las cosas no tienen qué ver una con otra o salgo desesperado tras ella, para invitarla a bailar en medio de la calle de la más oscura de las noches.
Publicado en el diario Frontera de Mérida.