A veces nos da por aspirar a que las
cosas mejoren. Que incluso todo nos salga bien. Instancia inasible la cual de
vez en cuando nos seduce., hasta hacernos cautivos amantes de la idea. Creo
haber estado a punto de lograr la perfección.
El agua calmada y transparente invitaba
a zambullirnos. Un saludable sol de mediados de mañana nos acariciaba
suavemente la piel, mientras la tenue brisa marina hacía pocos esfuerzos para
hacernos sentir una condición cercana a lo que vamos a llamar “transformación
en éter de la materia”.
Sin esfuerzos ni pesares, en una calma
sólo perceptible bajo un profundo estado de trance, mi cuerpo flotaba en las
maravillosas aguas de Cayo Sombrero, paraíso perteneciente al Parque Nacional
Morrocoy. Quiso el tiempo que el agradable movimiento de las aguas me
desplazase lentamente por tan inmaculadas superficies a tal punto de éxtasis
que olvidé haber pertenecido en alguna ocasión a este tan basal mundo.
Fue así como logré alcanzar uno de esos
estados que desde épocas antiguas han sido anhelados y tratados de ser
adquiridos a través de prácticas milenarias exigentes en el cultivo de
prolongadas meditaciones y ejercicios variados, guiados por personas
consideradas sabias por sus seguidores.
No podría precisar cuánto tiempo había
estado en tan evidente condición, cuando el aullido ronco de un ser humano hizo
que regresara a esta vida. Se trataba de un viejo gordo y alto, a quien las
corrientes marinas habían atravesado en mi camino y sin ningún reparo se
quejaba una y otra vez mientras se tocaba la espalda. Dijo en un árabe
perfectamente ininteligible algo que por supuesto no comprendí, para luego
hablarme en un español poco diáfano con el cual trató de hacerme entender que
una aguamala le había “picado” en la espalda.
Un pequeño manojo de prolongaciones de
aspecto delicado se presentó ante nosotros, flotando despreocupadamente en
aquella límpida playa, como uno de esos actores cómicos, que hacen su aparición
con elevado grado de sorpresa. La reacción del libanés no se hizo esperar. De
un golpe enérgico que no perdió fuerzas al chocar con el agua, aplastó con la
palma de las manos al ser que le había hecho daño. Luego tomó con dos dedos a
la aguamala y con infinito desprecio dijo en voz alta y en un
castellano que insólitamente se hizo impecable: Nada es perfecto.
¡Y de verdad… si no hubiese sido por la
aguamala…!