Me parece
muy bueno que la superficialidad y lo banal ocupen espacios de nuestras vidas.
A fin de cuentas, el tiempo de ocio lo podemos invertir en aquellas cosas que
nos relajan, en especial, lo que tienda a distraer la mente y hacer que
nuestras ideas y emociones se desplacen a un plano abiertamente placentero, que
sería deseable.
Pensar es
divertido
A la par de
cultivar lo ligero, también puede ser divertido el ejercicio de pensar y en ese
sentido, el arte, además de hacernos sentir disfrute y deleite por lo que
genera placer, también es capaz de entretenernos a través del pensamiento, su
activación, su cultivo y el poder disfrutar de los caminos que se nos abren
cada vez que pensamos. Es que ser inteligente o cultivar asuntos inteligentes puede
ser de lo más recomendable.
Por eso es por
lo que me agradan las propuestas artísticas que, además de entretener, logran
de manera simultánea pasearnos por universos paralelos y mundos aparentemente
imaginarios, que llevan consigo un mensaje que se agradece, porque va más allá
de lo obvio y de aquello qué fugazmente entretiene. El arte, cuando tiene
carácter más aspiracional, puede llegar bastante lejos. De ahí que quedé
asombrado y agradecido al salir del cine y poder disfrutar de la película del
director japonés Hayao Miyasaki: El niño y la garza. Asunto para
pensarlo y repensarlo, porque lejos de la vulgaridad, la chabacanería y el
comercio de los sexual, que tiende a hacerse de las suyas en las mentes de
millones de personas, las películas de Miyasaki terminan por convertirse en un
perfecto oasis que sirve de repelente al mal gusto y cultiva el entusiasmo por
aquel arte que es ambicioso y logra su cometido, a tal punto que en El niño
y la garza, Miyasaki consigue una propuesta estética que trasciende la
belleza y la fealdad y logra alcanzar la totalidad de lo artístico y sus
bemoles.
Como
corolario de su obra y en una especie de sumatoria de propuestas anteriores, el
japonés logra exhibir una película que muestra con belleza, las infinitas
posibilidades de lo metafórico, lo paradójico y lo que ocurre cuando las
metáforas paradojales se hacen de las suyas y se adueñan de la escena.
Puertas y
ventanas se cierran y se abren
Pero El
niño y la garza, y creo que es algo que no se debe perder de vista, también
marca el cierre de una puerta en la cual la creatividad ha estado al servicio
de una inteligencia ambiciosa y rica en belleza. Ese cierre de puerta, que
representa la despedida del artista a través de la elaboración de una obra
total, también es motivo de inspiración para todas aquellas personas que
apuestan porque la civilización no sólo sea un cúmulo de necedades, sino que
existe un montón de personas que tienen la expectativa de que el gran milagro
que representa el arte supremo se siga repitiendo conforme va pasando el
tiempo.
Lo
simbólico es simbólico en cuanto significa algo para alguien, pero eso no es
suficiente para universalizar un asunto. Con Miyasaki ocurre como con los
grandes creadores, que parten de elementos localistas y costumbristas para
generar una visión que precisamente por su carácter local, trasciende y se
vuelve universal. La universalización de una disciplina tiende a darse cuando
esos elementos comunicacionales que son parte de lo humano, independientemente
de donde se encuentre, alcanzan ese carácter de vínculo colectivo, precisamente
porque lo más universal de lo humano es aquello que parte de preceptos
individuales, locales, reducido a pequeños espacios, pero con la capacidad de
decirnos las cosas directamente a quienes estamos ávidos de escucharlas.
Superficialmente
profundo y viceversa
Lo frívolo
puede ser aplaudido. Lo frívolo, mantenido en el tiempo, sin la compañía de
aquello que tiende a la trascendencia es nauseabundo. De ahí que las propuestas
del arte son potencialmente infinitas, pero bastante limitadas a la hora de
cosechar frutos si no adquieren el carácter universal que los símbolos son
capaces de otorgarle. Esa simbología es compartida, independientemente de la
cultura, el espacio y el tiempo, entre muchas razones, porque cuando lo
simbólico adquiere el carácter de un valor, se incrusta en nuestro mundo
interior.
Nuestros
valores nos protegen
Aquello a
lo cual le damos un carácter de valor, forma parte de nuestro mundo interior.
Aquello que consideramos un valor pertenece a nuestra más profunda esencia. La
capacidad de movilizar la dimensión de los valores humanos es de las grandes
pretensiones de cualquier arte. Tal vez la más elevada y lo celebraremos cada
vez que ocurra.
Que sea de
Tokio o de Carora, es exactamente lo mismo. Basta conque desde la plataforma de
lo local, aquello que consideramos cercano y sea parte de nosotros, logre, por
la técnica propia de una disciplina, universalizarse. Que así siga pasando.
Santiago, 04
de febrero de 2024.
Publicado en varios medios de comunicación a partir del 04 de febrero de 2024.