El sentido
de la vida es un asunto sobre el cual hay que trabajar. Se puede resumir en que
hay que esforzarse para encontrarlo. Si no se le consigue, o no se hace el
esfuerzo de vivir con un mínimo de sentido, la vida termina siendo un cascarón
vacío. Ese sentido vital se materializa a través de lo que pudiésemos denominar
la fórmula de las dos anclas.
La primera
ancla
Una manera clásica
de dar sentido a la existencia es a través de la posibilidad de trascender. En este
sentido, para lograr trascender, es necesario trazarse objetivos a corto,
mediano y largo plazo, por lo que toda posibilidad de trascendencia se hace a
través de establecer metas concretas que una vez alcanzadas, deben ser
sustituidas por otras y así hasta el final de la vida. La trascendencia es a
través de otras personas, por lo que tiene que ver con el contacto
interpersonal, la creación de vínculos afectivos, la posibilidad de conocer y
cultivar el amor, la específica potencialidad de conocer el amor de pareja y de
tener una familia propia, con descendencia. Tiene que ver con actitudes altruistas,
con pensar en los demás, con elaborar o crear una obra que potencialmente pueda
ser apreciada por otros. En ese sentido se trasciende por el carácter gregario
que nos caracteriza.
La segunda
ancla
De la segunda ancla deriva, en realidad la primera. Esta ancla es la que tiene que ver con querernos a nosotros mismos en el modo más sano del término y un buen ego es imprescindible para quererse. Sin pensar en nosotros mismos no hay posibilidad de trascender, porque se comienza por poner en orden las cosas dentro de nosotros para poder emanar una especie de soplo de orden a lo que nos rodea. Esta segunda ancla es fundamental, porque la vida sin ella no es posible. Al igual que el sentido de trascendencia, se necesita establecer metas a corto, mediano y largo plazo y nuestros “egocitos” deben estar activos y alertas para poder anclarse al sentido de realidad propio de la vida y poder disfrutar de la misma sin autodestruirnos. Ese anclaje tiene que ver con querernos a nosotros mismos y ocuparnos de nuestro bienestar sin hacerle daño a otras personas.
Anclajes y “desanclajes”
Es propio
del vivir, incluso del buen vivir y de saber conducirnos por la vida, que con
cierta frecuencia nos encontremos con callejones sin salidas o bifurcaciones en
las cuales debemos tomar decisiones. No tomar decisiones también es una manera
de decidir, pero en general, hay cierta necesidad propia de la voluntad que nos
lleva a tener que decidir entre una o más opciones. En ese caso las decisiones
no son tan libres como se preconizan y tal vez, escasamente; sino nunca, sean
realmente decisiones libres. Nuestras creencias, juicios y prejuicios, así como
nuestro sistema de valores van marcando las decisiones que vamos tomando, por
lo que el muy frecuente acto de decidir, incluso en situaciones complejas, ya
estaría preconfigurado. Todo esto es contrario a la idea de que tenemos un
libre albedrío que nos guía. A mi juicio, es más poderoso el efecto de la
presión de la manada, por lo que, a la hora de tomar las mejores decisiones, lo
que nos protege son nuestros valores. Los valores son la brújula que guían
nuestro camino, incluso en las situaciones más complejas.
“Egocitos”
Quererse a
sí mismo lleva implícita la necesidad o premisa de que ni se debe apostar a
conductas placenteras autodestructivas ni se debe hacer daño a otras personas.
En esa cualidad, uno puede tener y manejar un ego que fluye de manera sana sin más
conflictos que los que vayan surgiendo de forma casi imprescindible. Los “egocitos”
son una apuesta por nosotros mismos y nuestras capacidades, por lo que el
cultivo de nuestro yo forma parte del crecimiento personal sin el cual la vida
no tendría un mínimo de equilibrio que nos permita experimentar las cosas y
darle su justo valor a lo que vamos conociendo.
El pasado y
sus trampas
Es muy
fácil quedar atrapado en los baches del pasado. Sin esos contratiempos o marcadas
infelicidades, no tendríamos la experiencia que vamos atesorando conforme va
pasando el tiempo. Rememorar el pasado sólo sirve para que lo doloroso tienda a
desaparecer o mitigarse, ya sea por la razón o los argumentos que usemos para
seguir adelante. Seguir varado al pasado y lamerse constantemente las heridas
es una manera de buscar el sufrimiento del cual debemos escapar con todas
nuestras fuerzas. El doble anclaje, que es pensar en nosotros mismos y en
nuestra capacidad de trascender, es el talismán que nos permite llevar una vida
más sana o por lo menos con la menor pesadumbre posible. El arte de la
felicidad, arte al fin, requiere el ejercicio de proponerse alcanzar aquello en
lo cual soñamos. Al acoger en nuestro ser un sueño, tenemos el impulso para
seguir adelante. Sin eso, estaremos perdidos.
Santiago, 14
de abril de 2024.
Publicado en varios medios de comunicación a partir del 14 de abril de 2024.